El café expreso italiano es además de un sabroso sorbo de cafeína, un rito social y cultural en Italia, donde es considerado un tesoro nacional, digno de convertirse en patrimonio inmaterial de la Unesco.
Los italianos beben alrededor de treinta millones de cafés espresso al día, del norte al sur, de Venecia a Sicilia, en tazas de porcelana o vasitos, con o sin una gota de leche, pero para todos es un gesto de convivencia.
“Ir a beber un espresso es un pretexto para decirle a un amigo que te preocupas por él”, explicó a la AFP Massimiliano Rosati, propietario del antiguo y prestigioso Café Gambrinus de Nápoles, quien participó en la campaña para que la célebre bebida entre en la lista de patrimonio inmaterial de la humanidad de la Unesco.
“Lo bebemos todos los días, en cualquier momento. Es un momento para compartir, un momento mágico”, se entusiasma.
La reluciente máquina entronizada detrás del mostrador de mármol silba y tiembla cuando el empleado del “bar” introduce el café recién molido en un recipiente que inserta en la máquina antes de activar un interruptor que hace correr agua casi hirviendo sobre el polvo perfumado.
Un buen espresso se caracteriza por su rápida preparación a alta presión y por un sabor y una textura concentrada, en unos 25 mililitros.
El “aroma debe ser intenso y rico, floral y afrutado, también achocolatado y tostado”, según el Instituto Italiano del Espresso, fundado en 1998, quien fijó las normas que rigen para su elaboración.
“En la boca, el espresso debe ser corpulento y aterciopelado, con una justa dosis de amargo”, especifica, sin olvidar que la superficie debe ser como “una crema (…) de color avellana con tendencia al negro, caracterizada por tonos rojizos pardos”.
La solicitud para que sea incluido como patrimonio de la humanidad fue enviada por el Ministerio de Agricultura a la Comisión Nacional de la Unesco en Italia, que debe presentarla antes del 31 de marzo a la sede de la agencia de la ONU en París.
Muchas tradiciones italianas han sido reconocidas por la Unesco, desde la recolección de trufas y el arte de la pizza napolitana hasta la dieta mediterránea y la fabricación de violines en Cremona.
Beber un espresso “es un rito, de alguna manera sagrado”, confirma Annamaria Conte, profesora jubilada de 70 años y habitual del Gambrinus, situado en el corazón de Nápoles, frente al famoso teatro lírico San Carlo y a pocos pasos del paseo marítimo.
A algunos consumidores les encanta acompañar su café con minipizzas o bolitas de masa fritas empapadas en azúcar, mientras charlan con sus vecinos.
“Cuando voy al exterior, veo gente haciendo fila para comprar su café, parados uno detrás del otro, a veces consultando los teléfonos móviles, sentados en un rincón con un libro. Así no es aquí”, subraya Massimiliano Rosati.
“Aquí, en ciertos barrios de Nápoles, todavía existe una costumbre: cuando visitas a alguien, no le llevas un pastel o flores, sino azúcar y café”, cuenta.
La primera máquina para preparar expresos fue inventada en 1884 por Angelo Moriondo, un turinés, pero fue un milanés, Desiderio Pavoni, quien logró su producción en masa.
El espresso se convirtió muy rápidamente en una bebida popular en todo el país, con ligeros matices según la región: con más o menos agua, más o menos corpulento, acompañado por un vaso de agua con gas.
En el Café Sant’Eustachio, una verdadera institución en Roma, no muy lejos del Panteón, Yael Lesin-Davis, un turista de origen británico de 28 años, disfruta de un moretto, un espresso cubierto con espuma de leche y cacao: “Tengo muchos recuerdos de la infancia asociados a este lugar, donde vine a tomar café. ¡Es realmente bueno!”, confiesa.
Para el dueño de la conocida cafetería, Raimondo Ricci, un pequeño espresso tiene el poder de alejar la soledad, incluso cuando se bebe sin compañía.
“A veces, cuando preparamos el café en la casa, la cafetera se convierte en una compañía, llena la habitación, la casa”, con un aroma que a muchas personas trae “buenos recuerdos”. Foto: — ALBERTO PIZZOLI